Los reportes de los institutos de investigación climática coinciden con los de l@s representantes en materia de seguridad de los Estados de la OTAN: con el incremento progresivo de las temperaturas, aumentarán la magnitud y la frecuencia de las catástrofes producidas por la crisis climática que, en conjunto con cambios geopolíticos, el desarrollo demográfico y la transición energética, provocarán el surgimiento de un mundo de escasez e inestabilidad. Las olas de calor extremas en el Sur de Asia y en Oriente Próximo, así como las inundaciones en Pakistán, Grecia, Filipinas y Libia, constituyen un adelanto de lo que vendrá. Las consecuencias de la destrucción de cosechas, casas, calles, parques industriales, escuelas y complejos sanitarios, son sólo parcialmente cuantificables. Lo que está claro es que el descenso de la productividad agrícola y del rendimiento económico no sólo reducirá enormemente los recursos de los países afectados e incrementará su dependencia frente a la ayuda internacional; a su vez, el potencial de conflicto entre países se hará más grande. La destrucción de la infraestructura social impacta con mayor fuerza a las personas que más dependen de ella; refuerza el endeudamiento y la dependencia y funciona como un catalizador de desigualdad y violencia.
En este contexto, nada parece más lógico que plantear las cuestiones abiertas por la crisis climática como cuestiones de seguridad global: seguridad en el sentido de salud y abastecimiento, protección de los fundamentos y los espacios de la vida, y como un mecanismo amortiguador frente a los daños causados por la misma. Sin embargo, a pesar de que las graves consecuencias de la crisis climática ya se están haciendo notar –sobre todo en países del Sur Global–, son particularmente los países industriales acaudalados los que están invirtiendo en “seguridad climática”: tanto en estimaciones de sus servicios de inteligencia, como también en planes de defensa y en escenarios de conflicto armado. Ya en 2003, la Unión Europea clasificó al cambio climático como primordial para su estrategia de seguridad, empezando con ello a explorar el manejo de riesgos y de situaciones de peligro en diferentes escenarios de aumento de temperatura.
Cambio de época en lugar de política climática
Cuando el nuevo gobierno federal alemán inició su gestión a fines de 2021, integrando a ex-activistas por el clima a su trabajo, la esperanza era un sentimiento extendido al interior del movimiento ambientalista. En su discurso de toma de posesión, el Ministro de Economía y Protección del Clima, Robert Habeck, anunció la transformación de Alemania hacia una “economía de mercado socioecológica”: reconversión de la industria y de la producción energética, redistribución de subvenciones e inversiones, conexión entre protección del medioambiente y el crecimiento económico. El hecho de que justamente al inicio de este gobierno se haya encomendado al servicio de inteligencia y al ejército la tarea de elaborar una “estrategia de seguridad climática”, marca un giro en la manera en que se abordan los conflictos globales emergentes. La lógica de la securitización ha reemplazado a la política de transformación; el viraje en la política climática es una víctima del cambio de época.
En medio de la crisis energética desatada por la guerra en Ucrania, Habeck firmó contratos para el suministro de gas con los Emiratos Árabes, mientras que la generación de energía a través de procesos perjudiciales para el ambiente se incrementó a gran velocidad. Bajo la presión ideológica del freno de deuda, el gobierno federal redistribuyó el presupuesto: se asignaron fondos especiales para el ejército en lugar de fondos para la transformación ecológica y recursos destinados al medioambiente. En lugar de hacer campaña por un cambio de rumbo en la política climática y dotarlo de un sustento material, el gobierno continuó echando por la borda la ya de por sí frágil aceptación frente a las intervenciones estatales en favor del clima. Al mismo tiempo, las acciones del movimiento “Última Generación”, dirigidas únicamente a exigir el cumplimiento de los objetivos de transformación, fueron recibidas con denuncias y operativos policiales.
Se acabó la época de paz
Una imágen igualmente frustrante se observa en el panorama internacional. De las Conferencias Mundiales sobre el Clima no ha resultado ningún impulso de cambio; la negativa a abandonar las energías fósiles ha sepultado la esperanza de cumplir la meta de 1.5 grados, así como las perspectivas de una política de transformación. En lugar de ello, a nivel global se invierte más dinero en seguridad que en medidas que podrían evitar la catástrofe del cambio climático o que podrían brindar ayuda a las personas afectadas por el mismo. El volumen de ventas de la industria armamentística crece a pasos agigantados, así como también las ganancias del sector dedicado a la protección de las fronteras.
Sin embargo, el retorno de la guerra no sólo ha limitado las condiciones presupuestarias para una política de transformación, sino que ha trastocado también la lógica del abordaje de conflictos. El objetivo y la tarea de las fuerzas armadas y de los servicios de inteligencia consisten en garantizar la seguridad de sus países, así como de sus respectivos intereses. Esto comprende la seguridad fronteriza, así como el cuidado y la puesta en marcha de una economía competitiva, el acceso a recursos estratégicos y la protección de cadenas de suministro. Así, la seguridad climática se convierte en la protección de un status quo basado en la desigualdad, mientras que la política climática queda reducida a ser un mecanismo de adaptación frente a los desastres políticos y sociales ocasionados por la crisis ambiental.
Si un@ se mueve dentro de la lógica de las fuerzas armadas, la crisis climática se convierte en una oposición binaria de amenaza y seguridad, transformando así al síntoma en su causa. Las personas que intentan sobrevivir bajo las condiciones más dramáticas son declaradas como una amenaza para la seguridad, por muy tarde cuando emprenden su camino desde sus espacios de vida devastados con rumbo hacia los países del Norte Global. Al mismo tiempo, estos países “aseguran” su acceso a reservas de carbón, así también a metales como níquel, litio o coltán, requeridos para la conversión hacia energías “verdes”. Que para ello sea necesario expropiar a grupos indígenas –desde Indonesia a Chile y desde Ruanda a Colombia– y desplazarlos de sus tierras, se convierte en un daño colateral de la puesta en práctica de nuestra “seguridad”.
De esta manera, no sólo se reproducen las causas del cambio climático, sino que lo político queda descartado en su totalidad: la lógica pragmática de la defensa socava la democracia y asimismo justifica tanto el rearme como la exclusión. La visión de un mundo en paz a la que la Unión Europea se remite al menos en la retórica –a pesar de actuar en sentido contrario– ha sido desplazada por la imposición rigurosa de los intereses nacionales y europeos. Ya no se busca poner fin a la guerra, sino que se acepta de manera fatalista su omnipresencia.
En vista de este pronóstico, se requiere mucho más que una mejor distribución de presupuestos. Se trata de repensar la seguridad: como justicia global, como cumplimiento de derechos humanos y como condición para la paz. Para ello, también es necesario una transformación del debate aquí en Alemania. Actualmente, la evasión de la realidad social y el miedo a la guerra, así como la defensa instintiva de los intereses particulares y de nuestro estilo de vida, legitiman el recurso del Estado a una variedad ya conocida de medidas en materia de política de seguridad.
Traducción: Benjamín Cortés
Karin Zennig, responsable de los temas de justicia climática en medico, visitó a fines del año pasado a comunidades y personas en Pakistán, quienes perdieron todo a causa de las devastadoras inundaciones en 2022.