Ensayo

Desde el mundo

14/11/23   Tiempo de lectura: 10 min

Sobre la pérdida de relevancia de Europa. Por Radwa Khaled-Ibrahim.

Yo, como much@s otr@s en el mundo árabe, crecí con las palabras Mohamed Abdou, reformista sabio del islam y pensador anticolonialista egipcio. Haciendo un resumen de un viaje a Europa en 1881, Abdou escribió: “Yo vi musulmanes sin islam”. Este continente sería un lugar de prosperidad y de la buena vida, de “lo verdadero, lo bueno y lo bello”; un lugar de justicia en el que un@ podría vivir como ser humano, tal y como Abdou se imaginaba la realización del islam. En 1882, a consecuencia de la derrota del levantamiento de Orabi, Egipto se convirtió en una colonia británica.

Según la escritora egipcia Radwa Ashour, la relación entre colonizad@s y colonizador@s es para ambas partes algo molesto y perturbador; en el complejo entramado de la misma, también la admiración ha jugado y sigue jugando un papel importante: una admiración de la vida que un@ quisiera vivir pero que no puede alcanzar, no por último debido a aquell@s que sí pueden vivir esa vida. La complejidad de esta relación tiene algo que ver con la complejidad de la Ilustración europea; esta desarrolló importantes conceptos básicos de libertad, de igualdad y de autodeterminación tanto colectiva como individual, pero también tiene un aspecto negativo. No es coincidencia que la época de la Ilustración sea también la época del colonialismo, pues este último y sus continuidades hasta el día de hoy no se basan solamente en una violencia explícita. Ayer y hoy, sus relaciones de dominio se imponen también a través de la ideología.

Como ejemplo, el filósofo británico y precursor de la Ilustración John Locke desarrolló una teoría para justificar la esclavitud y él mismo era dueño parcial de una empresa dedicada al comercio de esclavos. Él no era una excepción: el colonialismo en general se apoyaba en las ideas ilustradas de modernidad, progreso y civilización (entendida a la europea), que había que difundir por todo el mundo. Esto, por su parte, ocurrió acompañado de violencia y explotación.

Según los cálculos de la economista india Utsa Patnaik, “entre 1765 y 1938, Gran Bretaña extrajo el equivalente a 45 billones de dólares tan sólo de la India; esta suma correspondería hoy al Producto Interno Bruto de Gran Bretaña, multiplicado por 17”. Esta cantidad no fluyó únicamente hacia la Gran Bretaña, sino que se distribuyó a lo largo de Europa, Norteamérica y otros territorios colonizados en el curso de la industrialización. Aquí puede observarse claramente una de las raíces de la dominación económica de Occidente. Y a pesar que la colonización formal ha llegado en gran medida a su fin, el dominio económico y político se mantuvo y perdura hasta el día de hoy.

Propuestas en lugar de exigencias

A pesar de su defensa y reforzamiento, la hegemonía de Europa se está desmoronando. En términos económicos, Europa ya no es el centro del mundo y su influencia política decrece. En este sentido, el presidente de la Federación de Asociaciones Patronales de Alemania, Rainer Dulger, afirmó: “El mercado de la Unión Europea pierde relevancia cada día que pasa; ya no somos tan atractivos ni tan buenos como creemos”. Las relaciones económicas de poder se desplazan hacia el este, en particular hacia China; muchos pronósticos hablan de una división económica del mundo en dos bloques, uno occidental y uno oriental, en la que el primero sufrirá la pérdida de su bienestar. No obstante, Occidente tampoco es un bloque homogéneo. Según Gideon Rachman, columnista en jefe de asuntos exteriores para el Financial Times, Europa está perdiendo terreno frente a Estados Unidos en los sectores de investigación científica, industria y energía.

También la relevancia política de Europa se está desvaneciendo. Esto no sólo se debe a que otras potencias se están fortaleciendo y consiguiendo así una mayor capacidad de acción; a su vez, las transformaciones de la autopercepción de las antiguas colonias, sobre las que Europa se apoyaba hasta hace poco, juegan un papel importante. Mientras que los jefes de Estado africanos viajan regularmente a ciudades como Pekín, Nueva Delhi, Doha y Riad, Europa debe esforzarse por mantener a África como “socio estratégico”. Este continente hoy recibe propuestas, en lugar de las exigencias a las que estaba acostumbrado, lo cual a su vez abre nuevos márgenes de acción. Por ejemplo, para la construcción de un nuevo tramo ferroviario, los países pueden decidir entre una empresa china, una europea o una japonesa: “no nos llamen, nosotros nos comunicamos”. Estos cambios no llegan tan lejos como para afirmar que estos países ahora negocian en condiciones de igualdad y que la descolonización es hoy, por fin, una realidad. Para los países africanos no representan nada más –pero tampoco nada menos– que una ganancia de márgenes de acción en un juego que sigue siendo injusto.

A la pérdida de relevancia económica se suma la debilidad al interior de Europa. La crisis del liberalismo, así como el rápido giro político hacia la derecha, se perciben desde fuera del continente como expresiones de una arrogancia imperial: los discursos europeos ya no resultan compatibles y sólo giran en torno a sí mismos. En los espacios políticos y discursivos cada vez más estrechos, las voces provenientes de fuera sólo aparecen para defender posiciones ya predeterminadas de “lo otro” o, en caso de duda, para ser desacreditadas. No existe un verdadero diálogo en el que “la otra voz” aparezca como un interlocutor auténtico, ni intentos de ponerse en su lugar para buscar comprender el mundo desde una perspectiva diferente. Este distanciamiento de Europa se debe también, y no en último término, a las contradicciones evidentes entre el discurso de moral y derechos humanos y las prácticas europeas. Ya sea en el contexto de la pandemia de COVID, de la política climática y migratoria, del silencio frente a algunas violaciones de derechos humanos o ciertos crímenes de guerra, por todos lados se abre un abismo enorme: algunas vidas valen más que otras; sólo algunas son dignas de ser rescatadas.

Durante mucho tiempo pareció que Europa principalmente se beneficiaba de la globalización en curso. Entretanto, resulta evidente que esta mundialización también impacta a Europa y le plantea desafíos. Esto se ha vuelto tangible en el contexto de la crisis climática, en la que Europa, sin querer, se ha vuelto parte de un mundo que sufre, se inunda o se incendia… De un mundo vulnerable. Mientras que antes era hasta cierto punto posible integrar la crisis en viejos esquemas, la catástrofe climática que avanza trae consigo un sentimiento de impotencia. Esta, a su vez, produce tres reacciones: ayuda, violencia y absurdidad.

Ayuda, violencia y absurdidad

Sobre la ayuda. Frecuentemente ella fungió, sobre todo en tanto ayuda para el desarrollo, como un sustituto para las transformaciones políticas y económicas. La ayuda como un vendaje que, desde hace mucho, ya no puede cubrir la miseria en su totalidad. Ya no es posible ocultar su impotencia, en vista de la siempre destructiva realidad de las crisis. Además, en un contexto de constelaciones globales cambiantes, la ayuda como instrumento de poder ya no es tan efectiva como alguna vez lo fue. No es coincidencia que los llamados para una decolonización de la cooperación para el desarrollo y de la ayuda se hayan convertido en algo convencional. La violencia es una reacción a la impotencia frente a la catástrofe climática. Con ayuda de todos los medios, se intenta mantener a distancia a aquell@s a l@s que no se puede o no se quiere ayudar; a l@s condenad@s de la Tierra, provenientes de los lugares olvidados de la devastación. Por último, la absurdidad. Un ejemplo entre tantos: la Cumbre Mundial del Clima, la COP 28, se llevó a cabo en los Emiratos Árabes Unidos, uno de los principales países productores de petróleo, y fue presidida por uno de los representantes de la industria petrolera de aquel país.

“Casi todos los Estados afirman querer actuar en pos de un orden mundial más justo. Sin embargo, en la realidad, todos ellos están aislándose”, afirmó Richard Gowan, del International Crisis Group, frente a Naciones Unidas. El tratamiento de la crisis climática tiene su origen inmediato en el lado oscuro de la Ilustración. Así, por ejemplo, el Green Deal europeo es –tal y como afirmó el Consejo de Europeo de Relaciones Exteriores– principalmente una agenda de política exterior con el objetivo “de alcanzar neutralidad climática para 2050 y convertir la transición en una oportunidad económica e industrial para Europa”. Las consecuencias ecológicas y humanas de este proyecto –ante todo, pero no únicamente– fuera de Europa no son de importancia. Los Green Deals del presente son racionales en el mismo sentido en que lo fue la industrialización para los países que la impulsaron, imponiendo sus costos a seres humanos colonizados, esclavizados y explotados en el Sur Global: los países ricos se pintan de verde al tiempo en que envían a otro lado las fases más contaminantes de su producción. Así, Europa ha decidido seguir contando la misma vieja historia; la diferencia es que el mundo ya no está dispuesto a escuchar ni a someterse.

Oportunidades perdidas

 Si bien la gestión de la pandemia de COVID en Occidente fue una oportunidad desperdiciada, otras podrían abrirse en medio de la catástrofe climática emergente: inundaciones como resultado de precipitaciones extremas en Ahrtal, en Austria y en Grecia, así como en Pakistán y en Libia; temporadas de sequía en Francia y en España, así como en Kenia: en todos estos momentos podría haber surgido la unidad. Pero no en forma de un rescate del mundo proveniente de Europa que, tras su disfraz caritativo, representa un imperialismo persistente. Más bien, la unidad en tanto partes o miembros del mundo.

Volverse otra vez miembro del mundo significaría insertarse en el mundo de una manera que haga posible una buena vida para tod@s y todo; implicaría, justamente, no hacer de la catástrofe una “oportunidad económica e industrial para Europa”; significaría seguir escribiendo la historia de las personas que se apoyaron mutuamente, que repartieron comida, que drenaron en conjunto sus sótanos y ayudaron a retirar los escombros, tanto en Ahrweiler como en Lagos, Darna, Volos y Zhengzhou.

Hay algo que conecta directamente a estos lugares: el lodo que cada inundación deja a su paso. El pensador martiniqués Édouard Glissant convierte al lodo acarreado como sedimento de elementos aparentemente muertos y cosas perdidas en la figura central de su pensamiento. Especialmente en lugares desolados, abandonados y silenciosos, este residuo hace surgir nuevas formas de vida y de trabajo, mediante su inesperado retorno en forma de abono. Según Glissant, la posibilidad de hacer nuestro mundo resiliente para el futuro debe abrirse desde el reverso de nuestra historia; desde el reconocimiento de que la esclavitud y el “canibalismo” de las potencias coloniales forman parte de las condiciones del ascenso de la modernidad dominada por Occidente. El mundo moderno, que surgió de estas estructuras y sigue aún atrapado en ellas, está construido sobre innumerables huesos humanos; está compuesto por escombros y tocones, por retazos desperdigados y reunidos de las palabras de las víctimas.

La supervivencia de la especie humana depende de dotar de nueva vida a un sentimiento de humanidad venido a menos: no necesitamos más tratados económicos injustos, ni la continuación de un orden mundial basado en la violencia y en la doble moral. Tenemos que explorar el “reservorio de la vida”, tal y como exige Glissant: encontrar aquellos actores, conceptos, herramientas y palabras con las que el mundo pueda convertirse en buen lugar para tod@s y para todo.

Traducción: Benjamín Cortés


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