Ya en diciembre de 2023, cuando la guerra israelí en Gaza apenas llevaba unas pocas semanas, la relatora especial de la ONU para el derecho a la salud, Tlaleng Mofokeng, condenó la “guerra despiadada” en contra de hospitales y del personal médico. En vano. A comienzos de abril, tras una intervención militar en el terreno del hospital Al-Shifa, también el centro médico más grande de la Franja de Gaza fue destruido; después de siete meses de guerra, la infraestructura médica para 2.3 millones de personas yace en ruinas, incluidas las instalaciones de la organización contraparte de medico Palestinian Relief Society, así como su centro para enfermedades no contagiosas. Más de 500 trabajadorxs de la salud han sido asesinadxs hasta la fecha, lo que constituye más del doble de la cifra registrada a nivel mundial para el año 2022. La violencia militar sin límites en Gaza sólo es un punto álgido provisional de un proceso en el que la infraestructura médica es colocada en la mira de los ataques.
Propiamente, las instalaciones médicas y lxs trabajadorxs de la salud gozan de una protección extraordinaria en escenarios de guerra con base en el derecho internacional, la cual tiene su origen en la fundación del Comité Internacional de la Cruz Roja, en 1863. Recurriendo al juramento hipocrático, se pretendía cumplir con la exigencia de garantizar la atención médica de combatientes heridos y enfermos, independientemente del bando en el que se encontraran. En 1949, tras la impresión causada por dos guerras mundiales, la comunidad internacional acordó en Ginebra estándares humanitarios de alto alcance que contemplaban también la protección de la población civil en tiempos de guerra. Según el artículo 18 de los Convenios de Ginebra, las instalaciones sanitarias “no deberán ser objeto de ataques bajo ninguna circunstancia y deberán ser respetados y protegidos en todo momento por las partes en conflicto”. Esto tiene validez, independientemente de si se trate de operaciones militares con un objetivo determinado o de bombardeos indiscriminados.
Ayuda médica como delito
Si bien en la práctica los Convenios de Ginebra nunca otorgaron una protección total a las instalaciones de salud, la intensidad de los ataques a las mismas ha aumentado enormemente en los últimos 15 años. El reporte anual de la Safeguarding Health in Conflict Coalition (SHCC) –de la que forma parte Physicians for Human Rights, organización contraparte de medico desde hace muchos años– documentó tan sólo para el año 2022 casi 2 mil ataques a instalaciones de salud y a su personal, una cantidad nunca antes vista. El reporte cuenta la historia de médicxs en Myanmar e Irán, apresadxs y posteriormente asesinadxs tan sólo por haber brindado ayuda a personas en necesidad; asimismo documenta el maltrato a trabajadorxs de la salud en Afganistán; rememora el asesinato de ayudantes médicxs en Pakistán, cuyo delito consistió en vacunar niñxs contra enfermedades infecciosas. Además, narra sobre más de 700 ataques militares de Rusia en contra de la infraestructura sanitaria ucraniana. Con la guerra en Gaza, los números aumentarán drásticamente en el siguiente reporte.
La masacre de Mullivaikkal durante la guerra civil en Sri Lanka en 2009 es considerada como el pecado original en la conducción de la guerra, pasando por alto completamente los Convenios de Ginebra. Durante la misma, al menos 40 mil personas que se encontraban acorraladas en una estrecha franja costera fueron asesinadas en cuestión de unos pocos meses; los bombardeos lanzados desde cielo, mar y tierra fueron dirigidos especialmente contra instalaciones de salud. Para justificar su actuar, el gobierno de aquel entonces utilizó una figura discursiva utilizada por Estados Unidos en su reacción frente a los ataques del 11 de septiembre de 2001: la llamada “guerra contra el terrorismo”. En este caso, no sólo desaparece la distinción aplicable durante conflictos bélicos entre adversarios militares y población civil necesitada de protección; la narrativa degrada también al adversario –al que aún en guerra le corresponden ciertos derechos–, convirtiéndolo en un enemigo a erradicar, en el mal absoluto. En esta lógica, el gobierno singalés contemplaba a la población tamil en su conjunto como terrorista, independientemente de si se trataba de civiles o de combatientes de los Tigres Tamiles. El gobierno tuvo éxito, logrando que la comunidad internacional diera plena libertad de acción al ejército.
Una masacre como prototipo
Desde la perspectiva de Saman Zia-Zarifi, director internacional de Physicians for Human Rights, este acontecimiento se convirtió en un prototipo. En la guerra civil siria que dio inicio poco después, el régimen definió a todos los territorios bajo control de la oposición, y con ello también todas las personas que los habitaban, como terroristas, convirtiéndolos así en objetivos militares legítimos. Esto se manifestó con ataques aéreos a territorios civiles, incluyendo el bombardeo planificado de instalaciones de salud. Con el ingreso de Rusia a la guerra a fines de 2015, se intensificaron la frecuencia y el alcance de los ataques a dichas instalaciones, alcanzando dimensiones nunca antes vistas. También Turquía disfraza recurrentemente sus ataques en contra de la Administración Autónoma del Norte y Este de Siria como una lucha legítima en contra del terrorismo kurdo, lo cual trae consigo repercusiones inmediatas para la conducción de la guerra; al día de hoy, la mayoría de los hospitales de la organización contraparte de medico Media Luna Roja Kurda han sido destruidos o dañados. En prácticamente todas las guerras de los últimos años operan mecanismos similares, ya sea en Sudán del Sur, en Yemen o en Afganistán donde, en 2015, el ejército estadounidense destruyó el hospital de Médicos sin Fronteras en Kunduz.
A raíz de estos acontecimientos, el Consejo de Seguridad de la ONU sentó un precedente en 2016, al reforzar el estatus de protección especial: aprobada con unanimidad, la resolución 2286 tipifica los ataques en contra de instalaciones de salud como probables crímenes de guerra, con lo que se exige poner fin a la impunidad de los responsables. Sin embargo, esto no ha cambiado nada, al contrario. Con su invasión a Ucrania a fines de febrero de 2022, el ejército ruso utilizó puso nuevamente en práctica la estrategia ya ensayada en Siria. El gobierno ruso justificó la destrucción del hospital de maternidad en Mariupol en marzo de 2022 con el argumento de que combatientes de un batallón ucraniano habrían tomado posición dentro de él; con el mismo patrón argumentativo, el gobierno de Israel justifica desde años la destrucción de instalaciones de salud en Gaza.
En su actuar, los bandos en guerra se remiten a una reglamentación excepcional de los Convenios de Ginebra, según la cual las instalaciones de salud perderían su estatus de protección en cuanto “sean utilizadas para realizar acciones ajenas a sus propósitos humanitarios para causar daño al adversario”. Por tanto, si los hospitales forman parte de la infraestructura militar enemiga, dejan de ser una zona de tabú según el derecho internacional. No obstante, los requisitos de dicha reglamentación son elevados: para que un ataque sea considerado legítimo debe demostrarse que se hizo todo lo posible para minimizar los daños a pacientes y al personal médico. Ataques con expectativas de causar daños a la población civil y que sean excesivos en relación a la ventaja militar concreta esperada en el corto plazo, son considerados crímenes de guerra. No obstante, esas “notas al pie” despiertan poco interés: así se trate de los asaltos y bombardeos del hospital Al-Shifa o de las numerosas víctimas civiles, el gobierno de Israel justifica su actuar con las observación de que la clínica habría servido como depósito de armamento o como escondite de combatientes de Hamás, sin presentar para ello ninguna prueba concluyente.
En las guerras recientes, la destrucción de la infraestructura de la salud es mucho más que un daño colateral, sigue un método específico. Ya en 2016, la revista especializada de medicina The Lancet hablaba de una “militarización del sector salud”, haciendo referencia con ello a la estrategia para utilizar la necesidad apremiante de atención médica como un arma en contra las personas que la requieren, negándoles de manera violenta este derecho y atacando los lugares destinados a la atención médica. Así, los ataques al personal médico tienen también entre sus víctimas a aquellxs que, a través de su trabajo, dan un testimonio personal de lo que ocurre; Twitter y TikTok están repletos de reportes de médicxs sobre el sufrimiento causado por la guerra. Lxs directorxs de clínicas son interlocutorxs importantes para la prensa pues, con la legitimidad que su profesión les otorga, generan conciencia respecto a la universalidad del derecho humano a la vida y a la salud. Esto convierte a su testimonio en un peligro para los agresores: desde el inicio de las protestas de 2011 en Siria, se aprobó una ley que criminaliza directamente a lxs médicxs que brindan atención a manifestantes heridxs, trayendo como consecuencia detenciones, tortura y ejecuciones públicas, así como decenas de miles de trabajadorxs con una buena formación que abandonaron el país.
Un objetivo: la desmoralización
Pero, antetodo, esta manera desenfrenada de conducir la guerra tiene como objetivo el desgaste y la desmoralización. La atención de heridxs, el tratamiento de enfermedades infecciosas o la terapia para atender traumas psicológicos: incluso un sistema de salud intacto tendría que resistir enormes cargas derivadas de la guerra, pues también durante ella nacen niñxs, lxs diabéticxs requieren de insulina y lxs pacientes con enfermedades en los riñones necesitan diálisis. Por ello, el colapso de la atención médica significa el sufrimiento inmediato para cientos de miles de civiles, con consecuencias profundas para la salud mental. Según el tratamiento médico, hay perspectivas de sanación, mientras que la protección con base en el derecho internacional convierte a los hospitales en supuestos lugares de refugio seguro. Por ello no es coincidencia que miles hayan buscado protección levantando un campamento en el terreno del hospital Al-Shifa. Al reducir todo ello a escombros, también se destruye cualquier esperanza.
Las consecuencias de estas estrategias militares son mortales en lo inmediato, pues las heridas y las enfermedades permanecen desatendidas; sin embargo, también lo son en el largo plazo. Ya antes de octubre de 2023, la esperanza de vida promedio en Gaza estaba diez años por debajo de la que había en Israel; a causa de la guerra, la misma se reducirá drásticamente. Y aún cuando la infraestructura de salud se reconstruyera algún día, lxs médicxs, cirujanxs, camillerxs y cuidadorxs que fallecieron o tuvieron que huir no pueden ser reemplazadxs sin más. Con ello surgen dependencias frente a países que brindan apoyos y a organizaciones de ayuda humanitaria, pero también frente a la instancia de gobierno local, que facilitan la transformación de la atención médica en un poderoso mecanismo de control que podría caer en manos, por ejemplo, de potencias de ocupación.
Sri Lanka, Siria, Ucrania y Gaza son sólo los ejemplos más destacados de la pérdida de relevancia del derecho internacional. El principio exigido una y otra vez por organizaciones humanitarias así como por Médicos sin Fronteras, según el cual “el médico de tu enemigo no es tu enemigo”, ha quedado anulado. “Parece como si el mundo hubiera perdido su brújula moral”, declaró la vocera de la OMS Margaret Harris. Para devolverle su orientación, es necesario llevar a cabo una revisión jurídica de los presuntos crímenes de guerra; justo esto es lo que exige la resolución 2286 del Consejo de Seguridad de la ONU. Sin embargo, hasta el día de hoy, no se ha conseguido realizar ninguna demanda frente a la Corte Internacional de Justicia.
Este artículo fue publicado originalmente en el Boletín de medico 2/2024.
Felix Litschauer es experto en materia de salud global en medico international, así como investigador en temas de paz y conflicto. Estuvo activo durante mucho tiempo en el Movimiento Medinetz, que lucha por el derecho a la salud de lxs refugiadxs. En la actualidad se interesa particularmente por las conexiones entre la justicia climática y de la salud.