En agosto, después del brote masivo del virus mpox –también conocido como viruela símica– en varios Estados africanos, la Organización Mundial de la Salud (OMS) activó el grado más alto de alarma: “una emergencia de salud pública de importancia internacional”, donde esta última palabra se refiere al exhorto a la comunidad internacional para actuar. El virus mpox es una zoonosis, una enfermedad viral transmitida por animales a humanos, cuya nueva cepa se está extendiendo más rápido en la República Democrática del Congo y está causando episodios de enfermedad grave de manera más frecuente que aquella variante que circuló a nivel mundial en 2022. Síntomas típicos de la misma son fiebre alta y ampollas dolorosas, y la mortalidad en niñxs es particularmente elevada. La transmisión entre seres humanos se da mediante el contacto corporal estrecho. Es por ello que, en la actualidad, la enfermedad se está registrando en lugares donde las personas viven en condiciones de pobreza, hacinadas en espacios pequeños y debilitadas por otras enfermedades condicionadas por la pobreza, tal como ocurre en los campamentos de refugiadxs en el Congo, país asolado por la guerra. También se están registrando casos de contagio en Kenia, Uganda, Ruanda y Burundi.
Actualmente, al interior de la OMS se está negociando un controvertido acuerdo sobre pandemias. La idea es brillante: un tratado vinculante podría establecer bases normativas para aumentar las inversiones destinadas a la prevención y vigilancia de enfermedades infecciosas a escala global. Con ello se podría superar por fin la injusticia imperante en el acceso a las vacunas que divide descaradamente al mundo: también durante la pandemia de COVID, las vacunas estuvieron disponibles y después se encontraron en cantidades suficientes primero en los lugares donde se podían pagar y no en aquellos donde se necesitaban con mayor urgencia. El acuerdo podría también poner fin a la “diplomacia de las vacunas”, mediante la cual los países ricos donan sus dosis sobrantes a otros países –preferiblemente a aquellos estratégicamente importantes– como un gesto de caridad.
Si existiera pues una herramienta vinculante en el ámbito del derecho internacional, que estipulara recomendaciones claras para la suspensión de patentes y para el apoyo recíproco en caso de una crisis global, se podría contener de mejor manera las pandemias a partir de un interés común, así como dar pie a una mayor justicia global. Sin embargo, esta herramienta no existe. Las discusiones se estancan, mientras que la pregunta sobre qué tan vinculante debe ser este acuerdo, o sobre si este es siquiera necesario, genera conflictos. Ya desde la pandemia de COVID Alemania se encontraba entre los países que, en contra de la voluntad de la mayoría de naciones y de la protesta social a escala internacional, frenaron la liberación de patentes de vacunas; en esta ocasión, Alemania también es uno de los más importantes opositores.
Dian Maria Blandina y Lauren Paremoer, miembros de la red contraparte de medico People’s Health Movement, hablan de un “abismo profundo entre, por un lado, el enfoque del Norte Global basado en la seguridad sanitaria y los intereses industriales y, por el otro, la insistencia del Sur Global por un acceso justo a los productos de salud y el fortalecimiento de su producción local”. Una dosis de la única vacuna aprobada cuesta 100 dólares, una cantidad impagable para países sacudidos por crisis y guerras. Al mismo tiempo, las acciones del único fabricante de la misma –Bavarian Nordic, de Dinamarca– subieron más de 40 por ciento debido al brote reciente de la enfermedad.
Actualmente, Unión Europea pretende poner vacunas a disposición de los países afectados a modo de donaciones; sin embargo, según explica el Center for Disease Control de la Unión Africana, las 215 mil dosis aseguradas representan tan sólo una décima parte de lo que únicamente los Estados africanos requieren hasta fines de año. La filantropía no puede cerrar el abismo fundamental que se abre entre el modelo monopolista de la industria farmacéutica con su estricto sistema de patentes y la necesidad de producir las vacunas localmente.
Tal como ocurrió durante la pandemia de COVID, a los países se les continúa negando, al más puro estilo neocolonial, la posibilidad de producir ellos mismos sus vacunas. Según Bavarian Nordic, “la producción local de vacunas en África es impracticable desde el punto de vista tecnológico”. Esto es una falsedad. El grupo de interés alternativo Public Citizen realizó una investigación hace dos años, demostrando que la tecnología necesaria para la producción de vacunas contra el virus mpox ya existe en varios países del Sur Global y es utilizada en la vacuna contra el sarampión, cuyo costo es aproximadamente de cuatro dólares por dosis. Los requisitos faltantes serían la transferencia de tecnología y el intercambio libre de derechos de propiedad intelectual, los cuales serían posibles con licencias abiertas de la OMS. Sin embargo, actualmente sólo se está discutiendo un modelo para abastecer de vacunas a los países africanos. Ayoade Alakija, comisionado especial de este organismo, es un crítico de este modelo desde la pandemia de COVID: “No debería discutirse sobre la infantilización de África, sino sobre su decolonización”.
Ya hace 70 años, los países de Asia y África declararon que “ningún país puede aislarse del resto”, en el marco de la primera conferencia postcolonial en Bandung, Indonesia. Como respuesta, los países europeos cerraron filas e convirtieron su política de explotación y aislamiento en programa. El brote de mpox podría ofrecer a Alemania y Europa la oportunidad de actuar con horizontalidad al menos en el ámbito de la política sanitaria y poner así a disposición el conocimiento para la producción de vacunas. La confianza perdida podría compensarse haciendo posible una acción solidaria, internacional y coordinada durante crisis sanitarias mediante un acuerdo sobre pandemias. Los virus no conocen fronteras.