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El gran desafío

29/11/21   Tiempo de lectura: 14 min

Chile ante la segunda vuelta de las elecciones presidenciales: Está en juego todo el proceso democrático de la última década.

Las pasadas elecciones presidenciales y parlamentarias celebradas en Chile no dejaron cuentas alegres para las fuerzas de izquierda y progresistas. Luego de la contundente irrupción de un feminismo de masas, de una revuelta popular que abrió la posibilidad de refundar Chile, y de dos procesos electorales en los que la derecha había sido arrolladoramente derrotada -el plebiscito constituyente de octubre de 2020 en que la opción de acabar con la constitución de Pinochet gano por un 80% y la elección de convencionales constituyentes de mayo de este año en que la derecha quedó reducida a una minoría irrelevante-, nada hacía prever que un candidato ultraderechista, abiertamente neoliberal, reaccionario y vinculado al pinochetismo, obtendría la primera mayoría y tendría posibilidades de ser el próximo presidente de Chile.

Con una alta abstención electoral, cercana al 53%, los resultados fueron los siguientes: José Antonio Kast, líder del Partido Republicano, se impuso con un 27,9% de los votos; Gabriel Boric, representante de Apruebo Dignidad -coalición de izquierda que reúne al Partido Comunista y al Frente Amplio-, se quedó con el segundo lugar con un 25,8%; ambos candidatos pasan a la segunda vuelta que tendrá lugar el próximo 19 de diciembre. Fuera de competencia quedaron: Franco Parisi, del recientemente fundado “Partido de la Gente” -agrupación con trazos populistas y antiestablishment-, que obtuvo sorpresivamente, ya que ni siquiera reside en Chile, el tercer lugar con un 12,8%; con ese mismo porcentaje, pero levemente con menos votos, se ubicó Sebastián Sichel, candidato de la coalición derechista “Chile Podemos Más”, a la que pertenece el actual presidente Sebastián Piñera; Yasna Provoste, representante de la ex Concertación y militante de la Democracia Cristiana, otrora el partido más sólido y determinante de la transición a la democracia, obtuvo el quinto lugar con un 11,6%; Marco Enríquez-Ominami, ex militante socialista y fundador del “Partido Progresista”, con un 7,6%; y Eduardo Artés, del partido Unión Patriótica, una izquierda ortodoxa y filo-estalinista, que obtuvo un magro 1,5%.

Los resultados de las elecciones parlamentarias fueron igualmente complejos. En la cámara de diputados, las fuerzas progresistas y de izquierda obtuvieron una leve mayoría y en el senado la derecha se impuso ligeramente. Esta situación hará muy difícil la aprobación de las reformas planteadas por quien sea que gane la presidencia. Es preciso señalar que la elección parlamentaria, a diferencia de la ocurrida en mayo para la Convención Constituyente, no permitía la articulación de listas de candidatos independientes, haciendo muy difícil el ingreso al parlamento de personas que no se presentaran en cupos de partidos políticos. Estas condiciones restrictivas impidieron una posible renovación del Congreso en una dirección similar a lo ocurrido en la Convención, elección en la que los independientes desplazaron ampliamente a los partidos tradicionales. Por lo mismo, debe destacarse la elección como senadora de Fabiola Campillai, mujer obrera, víctima del terrorismo de Estado -fue dejada ciega por el impacto de una bomba lacrimógena lanzada por carabineros-, que compitió como independiente y que obtuvo la votación más alta a nivel nacional para el Senado.

Tanto los resultados de la elección presidencial como de las parlamentarias dibujan un escenario difícil para las fuerzas de cambio y provocaron un remezón en la izquierda y el progresismo, tanto por el ascenso de Kast como por la conformación de un Congreso que hará muy complicado el avance de las reformas centrales del programa de Gabriel Boric y que será un factor desestabilizador ante un eventual gobierno.

El avance del pueblo y el crecimiento de la extrema derecha

Al impacto que causaron los resultados, siguieron las preguntas. Cómo fue posible que después de una revuelta popular de enorme magnitud como la que ocurrió en 2019, la aplastante victoria del Apruebo en el plebiscito constituyente del 2020 y la elección de una Convención Constitucional compuesta mayoritariamente por luchadores sociales, activistas medioambientales, feministas, pueblos indígenas y militantes de izquierda, un candidato como José Antonio Kast haya obtenido la primera mayoría. Cómo fue posible que en un país donde el movimiento feminista se ha consolidado como el más masivo y convocante, un candidato abiertamente misógino y homofóbico, que tiene entre sus propuestas eliminar el Ministerio de la Mujer y el aborto en tres causales, concite la adhesión suficiente para pasar a la segunda vuelta. Estos resultados, que parecen absolutamente contradictorios con los procesos democratizadores en curso, obligan a un análisis más fino acerca de quiénes apoyan a las distintas alternativas, dónde se ubican a nivel geográfico y social y, en definitiva, una comprensión mayor de la heterogénea, fragmentada y contradictoria realidad del país.  

En esa línea, es importante señalar que más allá de los elementos que parecen contradictorios, hay tendencias que se mantienen constantes en las últimas elecciones. Una de ellas es la abstención electoral. En Chile, desde el año 2012, en que se implementa el voto voluntario, menos del 50% de los electores acude a las urnas. Por lo mismo, las alternativas que triunfan nunca lo hacen con verdaderas mayorías sociales que las respalden. En esta elección, el 53% de los ciudadanos decidió no ir a votar. Este nivel de abstención obliga también a relativizar afirmaciones apresuradas o generalizaciones burdas. Con los resultados del domingo, no se puede concluir que Chile haya virado resueltamente hacia la ultraderecha, pues no hay una mayoría social que siga a Kast, ni un movimiento de masas de corte fascista que se haya expresado en las urnas. 

Otra tendencia que se mantuvo en estas elecciones es el castigo a los partidos tradicionales y a las élites políticas. Las dos grandes fuerzas que condujeron la transición a la democracia -la derecha a la que pertenece Sebastián Piñera y la Concertación, de centroizquierda-, quedaron en cuarto y quinto lugar. Este resultado es coherente con lo ocurrido en la elección de convencionales, en la que estos mismos sectores sufrieron derrotas aplastantes y fueron desplazados por independientes, activistas y la izquierda. En esta línea, es preciso hacer notar que las tres primeras mayorías presidenciales corresponden a candidatos que no han sido parte de la elite gobernante de los últimos treinta años. Particularmente, la votación obtenida por un candidato como Franco Parisi, que no proviene de la política, que nunca ha ocupado un cargo público y que ha construido su despliegue denunciando la decadencia de la política institucional y reivindicando a los ciudadanos comunes, es expresiva de franjas sociales, que no son minoritarias, indignadas con las elites.

Ahora bien, más allá de estos elementos de continuidad, el rápido ascenso de José Antonio Kast requiere un análisis específico. El candidato de la ultraderecha no es nuevo en la política. Es hijo de un ministro del dictador Augusto Pinochet y fue durante años militante de la Unión Demócrata Independiente, partido fundado por Jaime Guzmán, principal ideólogo de la derecha y redactor de la Constitución neoliberal de 1980. En el año 2016, con una fuerte crítica a los desvíos de su tienda, Kast renuncia y crea su propio movimiento, actualmente convertido en el Partido Republicano. En las elecciones presidenciales de 2017 obtiene un 7% de las preferencias y hoy, cinco años después, alcanza en primera vuelta casi un 28%. Lo logró movilizando a buena parte de la derecha tradicional, a los sectores más ricos de la población, a los grupos más conservadores del mundo cristiano y evangélico y a franjas sociales inclinadas a salidas autoritarias. Ganó en 10 de las 16 regiones del país. En el norte de Chile, donde obtuvo resultados muy sobresalientes, supo agitar un discurso antimigrantes en territorios donde hace pocos meses, ante la llegada masiva de personas provenientes de Venezuela, se produjeron hechos de violencia xenófoba protagonizados por sectores populares. A esos grupos Kast llegó de forma eficiente con propuestas populistas como cavar zanjas en la frontera para evitar el arribo de extranjeros. En el sur del país, donde también obtuvo triunfos contundentes, levantó un discurso antiterrorista en comunidades que son el epicentro del conflicto del Estado chileno contra el pueblo mapuche, y en las que se producen cotidianamente hechos de violencia que atemorizan a la población. Por otro lado, sobre todo en ciudades pequeñas, convocó a los sectores conservadores que reaccionan ante el avance de movimientos emancipatorios como el feminismo, los derechos de las disidencias sexuales y todo aquello que amenaza los valores de la familia hetero-patriarcal. Con la movilización de estos grupos, Kast logró crecer electoralmente y en estos días ha recibido el apoyo oficial de los otros partidos de derecha. Le queda como tarea atraer los votos de Franco Parisi y ampliar la movilización de los sectores que votaron por él.   

Gabriel Boric, por su parte, era el candidato favorito hasta el ascenso de Kast. Este joven de 35 años ingresa a la lucha política como líder estudiantil y desde el año 2013 es diputado de la República. Su programa recoge un conjunto de transformaciones estructurales que han sido el centro de las luchas populares de la ultima década: reforma al sistema de pensiones, gratuidad de la educación pública, seguro universal de salud, sistema nacional de cuidados, desprivatización del agua, disminución de la jornada laboral, entre otras. La alianza que lo sostiene está conformada por distintas expresiones de la izquierda chilena, tanto histórica, como el Partido Comunista, como de formación reciente, como el Frente Amplio, nacido de las luchas estudiantiles de la última década. El respaldo a la candidatura de Boric se concentró en las grandes ciudades, sobre todo en la región Metropolitana -que reúne a la mitad de los habitantes del país- y la región de Valparaíso, la segunda más grande y bastión del Frente Amplio en términos electorales. En ambas, Boric ganó contundentemente y obtuvo victorias significativas en los barrios populares, dato que relativiza las apresuradas afirmaciones de que el fascismo avanza sobre todo en el mundo popular. Sin embargo, los resultados le fueron desfavorables en 12 regiones, principalmente en aquellas afectadas por la migración y la violencia política, temas acerca de los cuales, la izquierda no ha logrado proponer soluciones convincentes.

Las razones del avance de la derecha extrema, en medio de un proceso político en que los pueblos de Chile han logrado avances sustantivos en términos de democratización y protagonismo, hay que buscarlas en la complejidad de la realidad social atravesada por una crisis económica aguda y agravada por el marco general de desprotección social propio del neoliberalismo; en las angustias de sectores de la población que se sienten amenazados por las olas migratorias; en las reacciones conservadoras que se producen ante los avances del feminismo; en la escalada de violencia política provocada por la militarización de los territorios mapuche y, en general, en la agudización de la precarización en distintas áreas de la reproducción social. Sin embargo, los resultados del domingo pasado, sobre todo la alta abstención registrada, no permite afirmar que en Chile la ultraderecha esté arrasando y menos que cuente con apoyo mayoritario en el campo popular. Por lo mismo, la izquierda tiene un desafío enorme, pero, al mismo tiempo, posibilidades reales de crecer y de convocar más allá de sus votantes actuales.

Los dilemas de cara a la segunda vuelta

Los grandes debates hoy tienen que ver con la dirección que debe tomar Gabriel Boric para triunfar en la segunda vuelta. Las tesis que comienzan a dibujarse oscilan entre la convocatoria a la defensa de la democracia contra el fascismo, el “giro al centro” y la movilización del campo popular. Buena parte de los analistas del establishment sostienen que, con los resultados del domingo, el “octubrismo” -como se le ha llamado la energía rebelde que animó la revuelta popular- ha muerto y que nos encontramos en un escenario en que la mayoría de la población no quiere más convulsiones sociales ni violencia y reclama por orden y estabilidad. Esta lectura que comienza a instalarse es engañosa. Si bien es cierto que en medio de una aguda crisis económica y tras dos años de inestabilidad política y social, la mayoría de la población desea vivir con tranquilidad, no puede derivarse de aquello la necesidad de abandonar las banderas de las transformaciones que la sociedad chilena viene reclamando hace décadas. Las causas que provocaron la revuelta popular siguen sin respuesta y quienes plantean que es la hora de moderar el programa y girar al centro, pasan por alto que el programa de Apruebo Dignidad está lejos de ser radical, que propone reformas estructurales que de no realizarse solo agravarán la crisis y la inestabilidad, y desconocen, al mismo tiempo, que la idea de centro, tal como se entendía en los tiempos en que la centro-izquierda era hegemónica, deja de tener sentido hoy, cuando este sector solo convoca a una reducida franja de la sociedad, que en esta elección no llegó al 12%. Por otro lado, los llamados a defender la democracia y a detener el avance del fascismo, en los que sustenta otra de las estrategias en juego, siendo necesarios, no serán suficientes.

Mirando el proceso político en su conjunto, lo que aparece claro es que las posibilidades de derrotar a la ultraderecha radican, por un lado, en la movilización de una parte de la población que no votó en esta elección, sobre todo de los sectores populares de las grandes ciudades en los que la candidatura de izquierda obtuvo sus principales apoyos. Para ello resulta central que el programa se haga cargo de las urgencias materiales de las mayorías populares, reforzando medidas de protección social a corto plazo (pensiones dignas, aumentos salariales, apoyos estatales, control de precios, etc.) y abordando temas difíciles para la izquierda como el narcotráfico, el orden público y la migración. Por otro lado, resulta fundamental convocar a las heterogéneas fuerzas del pueblo que han sido el motor de la lucha social y política en este ciclo y que no se reconocen necesariamente en la izquierda existente. El feminismo, que se ha convertido en el movimiento de masas más potente del país -recordemos que en la Huelga del 8 de marzo de 2020 cerca de tres millones de mujeres salieron a las calles-, será una actoría determinante en esta batalla y ya ha comenzado, de manera autónoma y estratégica, a desplegarse; el campo popular que se movilizó masivamente en la revuelta de 2019; la mayoría contundente que votó Apruebo en el Plebiscito Constituyente del 2020; las franjas sociales que se organizaron para ingresar a la Convención Constitucional de forma independiente y que lograron derrotar a la derecha y a los partidos tradicionales; los movimientos territoriales en lucha contra el extractivismo; los sindicatos y los gremios, entre otros sectores del pueblo organizado a distintas escalas y con autonomía de la izquierda política reunida en Apruebo Dignidad, son la base social que ha dado vida al proceso político en curso y son las mejores fuerzas que tenemos para defenderlo. De hecho, ya son numerosas las autoconvocatorias de estos sectores organizados para movilizarse e impedir que la ultraderecha llegue al poder.

En este momento crucial, la izquierda chilena tiene el desafío de apostar al protagonismo de las fuerzas populares y transformadoras y de convocar a una gran movilización nacional en todos los territorios para defender las conquistas que los pueblos de Chile han ganado. En la próxima elección se juega la continuidad del ciclo político democratizador abierto por la revuelta, pero también se juega la consolidación de ese bloque heterogéneo de fuerzas populares, políticas y sociales que se ha venido conformando y que es la única base que puede sostener un proceso de transformación social, sobre todo en momentos como este, en que nos enfrentamos a la reacción autoritaria de la oligarquía neoliberal que ve amenazados sus privilegios, su poder y sus fuentes de acumulación.  

En definitiva, los resultados de la última elección nos recuerdan, una vez más, que no puede haber ni izquierda ni transformaciones sin que haya fuerzas sociales movilizadas y que sólo podremos avanzar si ponemos en el centro de nuestra estrategia de lucha el protagonismo popular. 


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